28/12/12

Silencio

Le llamaban Silencio. Un sujeto anodino, de cara común, trivial en sus gestos, sin expresión. Las mañanas se le podía ver con su aire taciturno y cansado pasear arriba y abajo de la calle XXIII sin que pareciera importarle la marcha agitada del resto, el rugido nervioso de los automóviles, los perros que le recibían con ladridos, el corretear de niños o los chismosos que señalaban a otros con movimientos del mentón el paso rápido de su abrigo. Nadie sabía a qué se dedicaba, dónde vivía, si compraba en el colmado o por el contrario pasaba las tardes de sábado en el hormiguero nervioso del centro comercial. Lo que se comentaba sobretodo es que nadie había oído jamás su voz. Más de veinte años paseando arriba y abajo de la calle sin que vecino alguno del barrio hubiera escuchado salir de su garganta el más mínimo sonido. Silencio, decían, no necesitaba hablar con nadie, ni compañía, pero su presencia arriba y abajo de la calle, al vecindario que encontraba en el bullicio la razón de su existencia, ese donde las familias reconocían a las otras familias que las colmaba de seguridad, ese Silencio, les sacaba de sus casillas. Hacía mucho tiempo que habían comenzado a insultarle los críos; lo que oían en casa. Los viejos escupían en el suelo a su paso y el recelo rebosaba en el ambiente como rebosan las alcantarillas malolientes en un día de tormenta. Y Silencio arriba y abajo de la calle, girando en el final de la vía, para dirigirse hasta el punto extremo y vuelta a empezar con aquel caminar sosegado, lento como si el paso de una nube se desvaneciera en el aire y que tanta exasperación provocaba a los ruidosos bebedores de las terrazas. Su insignificancia era el mayor de los desprecios para la vida de los demás. Un día cualquiera, sin motivo alguno, Silencio quedó inmóvil; casi un muñeco de cera en mitad del paso de cebra entre la farmacia y la escuela. La flema violenta repleta de aspavientos de los conductores, los graznidos de mujeres tras los tendales, la propia policía que explicaba por activa y por pasiva los códigos y normativas al ser de hielo no sirvieron para moverlo del lugar donde parecía haber echado raíces. Hasta su cigarro pareció tener unido un alambre curvado de humo en mitad del tiempo. Silencio siguió sin moverse y como nadie hubo hablado jamás con él tampoco supieron como dirigirse a ese hombre salido de las entrañas del estupor popular. La calle abarrotada del gentío y los automóviles que bramaban por abrirse de nuevo paso en su predecible y rutinaria existencia, y tras varias horas, Silencio ya en los avances de los telediarios. Decidieron que se se personara frente a él la máxima autoridad y entre un general de todos los ejércitos y un carnicero escogieron al primero. Allí, altivo frente a Silencio, le explicó a gritos y salivazos, tal y como manda el reglamento castrense, innumerables técnicas de tortura, juicios sumarísimos y penas de varias vidas a la sombra de pan y agua. Los políticos para entonces ya habían subrayado públicamente una declaración de condena del maniquí de carne y hueso, y por su lado, el rey de aquella patria se mostró tajante con la actitud de Silencio. Ha de deponer su actitud bárbara e incívica contraria al bienestar de todos, dijo, y después continuó con su trascendental partida de brisca real. Ya cuando los tanques hacían vibrar toda la calle reventando el asfalto, a Silencio le dio por tomar aire e hinchar profundamente sus pulmones. La calle entera calló. Dejó de oírse la algarabía de los niños y hasta los pájaros y el viento parecieron enmudecer. Silencio siguió hinchándose e hinchándose mientras su pecho se iba convirtiendo en un globo de carne, más grande, más grande. Inmenso Silencio. Una gran burbuja rosada que comenzaba a expandirse hacia los extremos, arriba y abajo de la calle arrastrando los automóviles en su movimiento irrefrenable, deteniendo los tanques que ya preparaban las descargas y haciéndolos amasijo contras las esquinas. Era como si todas las palabras que nunca pronunció lucharan por salir de su cuerpo del mismo modo que el vapor lucha por abrirse paso fuera de la olla. Por un momento la hinchazón gigantesca de aquel ser humano paró por completo y toda aquella presión, de lo que antes llamaron Silencio, estalló convirtiéndose en una brutal y muda explosión. Aquel hombre se silenció por los aires. Por fin, Silencio.

Relato corto de Dani Rojo. 
Fotomontaje: Carlos López Terán