11/4/13

Gira Bajo la Cama el Tambor

La semana anterior las calles olían a tragedia. El aire, para un olfato acostumbrado, ya apestaba a muerte antes de que se hubiera derramado la primera gota de sangre. No tardó en caer el primer machetazo sobre la cabeza de un inocente. Tras aquel primer incidente, el castillo de naipes se derramó por las avenidas, los callejones e incluso por el interior de las casas; de las opulentas y las que no alojaban más que la rutinaria miseria, y ahora, cuerpos retorcidos en posiciones estáticas. Mujeres muertas, abrazadas a sus camadas defendiendo del asesino al fruto de sus cuerpos; también muertos a aquellas alturas de la locura. Muchos de los hombres bajaban tranquilos para siempre como pequeños barquitos negros y encarnados, atestando el viejo río de troncos mutilados, cabezas sin dueño, la realidad de lo que se espera cuando la guerra, el odio, revienta en el fondo del corazón de los asesinos. Los hombres que durante aquella semana consiguieron mantenerse vivos tenían reservado para su final una gran construcción de acero y madera en el centro de la plaza de la ciudad, a los pies del castillo, cuya sombra había protegido durante tantos siglos a sus habitantes, cuya sombra se había alargado en otras ocasiones más allá de los horizontes donde se extiende el trigo y comienza el mar, para llevar a otros pueblos el hediondo tufo de la sangre y la carne al sol. El siniestro carrusel se elevaba más de veinte metros sobre los adoquines desgastados. Constaba de un tambor que giraba sobre un eje central y estaba coronado por otra rueda repleta de garfios, cuchillas afiladas, que en un momento del giro se abalanzaba con una fuerza descomunal sobre quienes estuvieran atados alrededor del cilindro. Pareciera que el infernal arquitecto de aquel artefacto hubiera estudiado profundamente algún cuadro de El Bosco para añadirle todo su talento asesino de dinámicas, poleas y engranajes. Para entonces llevaba yo más de diez días escondido, atrapado sería más acertado, en mi habitación frente a la plaza. Primero asistí tras las cortinas a la persecución, captura y asesinato, a la grotesca danza de machetazos sin previo aviso que se dio en primer lugar por las calles adyacentes, siguieron las puñaladas y degollamientos por las calles radiales hasta llegar a las granjas de las afueras, desde donde, al poco, sólo llegaban gritos apagados, lamentos y angustiosos ayes de quienes agonizaban en las cunetas. Ahora, con las contraventanas cerradas, escucho el sonido constante del mecanismo de ese gran tótem de muerte que se yergue frente a mi casa. Al silencio que rompe algún tintineo de los grilletes cerrados sobre los cuellos de los reos, sigue la vibración pesada del tambor de madera que gira lentamente, como un motor lento, pesado y gigante imposible de detener. Cuando la presencia de ese terremoto angustioso parece nunca terminar, entonces, un profundo golpe seco que pareciera hacerme estallar la cabeza cae de repente sobre la madera de mis ventanas que apunto están de salirse de sus goznes. Tras ello, sólo suenan las cadenas del engranaje bailando a un lado y a otro llevadas por la inercia. No hay gritos. Siquiera un leve rumor de dolor. La máquina es sumamente eficaz. Y tras un mudo y espantoso momento, el tambor vuelve a girar. Llevo las últimas horas tumbado en la cama a la espera de que la puerta de mi cuarto se abra de repente y ocupe el puesto que me corresponde sobre la madera ensangrentada de ese patíbulo. Sin embargo, nada ocurre, salvo la continua carnicería al otro lado de la fachada. Otro rugido de la máquina hace retumbar los listones bajo mi espalda. Con los ojos luchando por abandonar los párpados consigo entreabrir la portezuela que instalé hace años en el entarimado del lecho para esconderme en caso de que algo así sucediera. Tal ha sido mi predicción sobre los acontecimientos aunque no estuve atento, no, a la rapidez con la que se produce el genocidio cuando todo lo abarrota la rabia, los ríos se convierten en arterias de barbarie y hasta el cielo comienza a sangrar. Ahora ya es inútil esconderse. Tarde o temprano ha de venir por mi el final. Sin embargo es posible que nada haya delatado mi existencia. Las luces están apagadas. Más de diez días de encierro. No hay rastro de vecinos, todos muertos, supongo. Respiro bajo. No hablo siquiera para darme fuerzas. Las ventanas cerradas. Como muy poco y todo crudo. Nadie se acuerda de mi. Estoy a salvo. Seguro. Seguro... Pero en la oscuridad creo ver algo que se mueve rápido a cierta altura del suelo como si la negrura del cuarto estuviera habitada por una mancha oscura pendiente de cualquiera de mis movimientos para delatarme. Busco cualquier atisbo de su forma clavando los ojos secos en todas las paredes. Quizá, pienso en la locura febril de mi encierro, quizá es dios que ha venido a salvarme de esta pesadilla y grito dentro de mi para que me atienda aunque no crea: ¡Dios! ¡Dios!... Y con estrépito se abren entonces las contraventanas dejando libre el paso de la luz roja de la luna. Se abre como un disparo la puerta cerrada con varias vueltas de llave, cierro velozmente de golpe la pequeña puerta del entarimado y observo angustiado tras la brevísima rendija de mi escondite. Se hace la luz en la habitación. Bajo las antorchas van caminado sombras fatales hacia mi mientras que una voz grave crece hasta el grito y repite entre carcajadas: — ¿Por qué te escondes de mi, si te veo? ¡Te veo!.

Un cuento de Dani Rojo. 
Ilustración: Carlos López Terán