21/5/12

La Desaparición

La noche se complicó. El que se preveía un apacible sueño tornó a inquietud entre las sábanas tibias y sudorosas, incapaces de acoger al cuerpo cansado. Continuos despertares entre agitados espasmos y susurros de pesadilla más propios del universo artrópodo de alguien que murmuraba, en las sombras amenazantes del cuarto, llamarse Gregor, de apellido Samsa. El caso es que al despertarse, me dice bajo, con un hilo de voz, fue imposible abrir los ojos. Así empezó todo. Si bien suponía ver la telilla de piel fina que se interpone entre el órgano de la vista y el mundo, ésta se negó a levantarse. Estuvo toda la mañana haciendo vanos esfuerzos para conseguir dejar entrar apenas unas gotas de luz entre las tozudas pestañas. Ahora recuerda frente al café oscuro y el humo gris que surge de su cigarro todas las veces que se le pasó por la cabeza qué sería de él ante la ausencia de un sentido. Pero él ve, dice, mas sólo el anaranjado fluir de la sangre por los párpados. Millones de estrellas amarillas titilando en su cerebro, los cambios de luz dependiendo si amanece o llega el ocaso, las sombras que pasan al andar, a su lado. Con un gesto le indico al camarero que tomaremos dos cafés más ante los que él muestra una mueca de apatía ya que al avanzar el día, cuando recuerda que la silueta de sus plantas suele trepar por las paredes de la galería, notó como si una mano gélida tocara su rostro secuestrándole de su nariz el perfume de los jazmines y el rosal. Lo mismo le ocurrió con la manzana que masticaba. Por arte de magia se convirtió en un trozo de nada, un pedazo de algo que retozaba en la lengua y dilató de alguna manera la garganta. A partir de ese momento todos los aromas se redujeron a la sensación de que sus pulmones se hinchaban y el estómago realizaba las funciones automáticas. O eso creía, ya que si no fuera así no hablaría en este momento conmigo. Le golpeo entonces varias veces en la mano con la intención de que se percate de que sigo atento y extraño de su relato. Pero no sucede nada, sigue cabizbajo, refugiado bajo un sombrero de ala, la gabardina hasta las orejas, en la penumbra de las ventanas abiertas a la noche de esta vieja cafetería. Continua. Más tarde, tras la cena con su madre, mientras ella rebuscaba en los armarios remedios y consolaba con amorosas palabras — nada más que un mal pasajero, sólo eso y nada más — notó cómo se alejaba el sonido que le mantenía cercano a aquella mujer, como si de nuevo sajaran el cordón umbilical, como si de nuevo le abandonaran a su destino. Algo así como cuando haces girar rápidamente el volumen del estéreo hacia el cero. Cero. Y el vació se apoderó de sus oídos. 
Me confiesa que está seguro de que oye, pero son ondas y frecuencias erróneas las que cree golpean en la cara, en la cabeza y sobre las orejas frías, ausentes. Aquellas, tan tontas no aciertan a entrar en las simas que cobijan sus tímpanos. 
Es tarde y comienza a cubrirnos la oscuridad de la noche cercana. Es sólo su voz lo que atisbo a reconocer al otro lado de la mesa del café. Quizá un punto incandescente que respira, alguna voluta de humo que surge de su oscuridad y discurre por un momento entre las lámparas tibias, caracolea en la lentitud hasta que harta de su espiral se dispersa y desvanece. Esta vez el camarero es quien con un gesto ensayado me hace mirar el reloj a la vez que da por terminada la jornada y las últimas luces. Me doy cuenta al salir de mi asombro que lleva algunos segundos callado. Tampoco escucho su respiración. Tengo la sensación de que cuando haga girar la rueda del encendedor tendré una respuesta frente a mi. Chas... Chas. Sólo una gabardina arrugada tendida en el asiento, un sombrero sin cabeza, un huérfano bastón.


Relato corto de Dani Rojo. 
Ilustración: Carlos López Terán

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