16/7/12

La Roña

Monsieur Moritone, tenía de todo. Salvo una familia, un perro, amigos con los que salir a pescar, una madre que le escuchara y confiara a su inteligencia los misterios de una mujer entrada en el invierno de la vida. Tampoco otras mujeres había en su vida. A excepción de las que entraban en su casa los viernes tras la cena, que no tardaban en volver a salir arreglándose el vestido, sujetando con una mano su recompensa y en el rostro, una mueca de algo parecido al asco o la pena. No asistía a asambleas, no pertenecía a ningún club, no era socio ni adepto de secta alguna . Sin embargo estas carencias a Moritone se la traían floja.
Conducía a gran velocidad por la avenida de acacias que iban directas hasta el porche de su casa silbando La Marsellesa para acompañar al rugido de su flamante motor. Aparcó y al salir del deportivo no pudo evitar pasar lentamente la mano por el  lomo plateado del bólido. Libido y mecánica para un tipo al que no le faltaba de nada. Su salud, curtida en los gimnasios más exclusivos, pasó con él al interior de la mansión y la decoración lo recibió con el esplendor luminoso de los trastos caros. Un diseñador francés y otro alemán cargados de premios le habían llenado la casa de cuadros verde jungla, sofás amarillo tierra africana nº2, estanterías de aluminio repletas de libros de arte, fotografía y diseño que no conocían otro lector que no fuera el escaso polvo y una araña diminuta que al paso de Moriton estuvo a punto de caer de bruces sobre la porcelana del salón. En la habitación principal la misma historia pero además un espejo enorme se aferraba con herrajes al techo para ciertas correrías, sobre la cama, y una enorme ventana en cuyos cristales se reflejaba el mar. Respiró profundamente y no pudo hacer otra cosa que ufanarse de envidiarse de aquella manera. Era un tipo con estrella. Un rotundo poseedor de éxito. El puto dios sobre la tierra.

Recién duchado y vestido con zapatos, pantalón y camisa, descansa ahora disfrutando de una copa de un licor insípido, maloliente y caro, y esto a Moritone le interesa sobremanera. Ante todo la materia. Pero hace ya un buen rato que viene observando un pequeñísimo punto sobre la pared (entelada en blanco roto por un estudio japonés) que por su vida, jura, le ha parecido que ha comenzado a crecer. Así que se levanta y acerca el hocico al muro para ver mejor y allí está, un puntito de roña campando a sus anchas en aquel templo de Moriton. Y creciendo, era cierto, tomando ora una forma de botón, ora una pelota, a un ritmo constante, con decisión, imparable. Por más que rasca con el dedo aquello no se detiene así que decide tirar abajo una de las telas para salvar al resto y ver si tras ellas hubiera la madre de las roñas en pleno parto. Y acierta, pues ya la roña se desliza como una baba negra por toda la pared y comienza a devorarle los cuadros. A Moritone le da un vahído, por supuesto, pero debe hacer algo para salvar lo que tanto capricho y deseo le ha costado: la lámpara de titanio, porcelanas modernas, mesas de caoba, plástico, cristal y metales impronunciables pero que albergan en alguna esquina o recoveco el nombre y apellido exclusivo de algún diseñador. Todas sus cosas ligeramente acariciadas ya por la mancha negra que ya comienza a extenderse por el pasillo y a repartirse por las habitaciones de invitados, del servicio, incluso se mueve por fuera de las ventanas haciendo un bonito contraste con el sol. La casa de Moritone es una mancha negra un poco después. Él cree que sueña el infierno, que aquello no puede ser más que un espejismo de su cerebro inducido quizás por las horas de solarium. Pero no. Sale corriendo en busca de su auto. Tan negro como el carbón.

Y corre y corre sin sentido perseguido por el viento bajo las acacias en busca de una salida, el aullido de la foresta le roza los tobillos como una lengua malvada que quisiera atraparlo y llevarlo de nuevo al interior de la casa. Cerca de la entrada de piedra, detiene su alocada carrera y mira atrás como el temeroso Orfeo para asistir a la completa desaparición de sus pertenencias. Bajo aquella enorme mancha negra sólo las dimensiones de un paisaje del que la roña se alimenta. Piensa en seguros, rentabilidades y si sólo será taquicardia lo que le oprime el pecho. Pero no decrece y siente que aumenta y que debiera desabrocharse la camisa, su sudor le espanta . Le estrangula como una serpiente de lino así que, sin dudarlo, se la arranca a tirones y la lanza a lo lejos. Moritone se abraza a sí mismo con fuerza. Un minúsculo puntito de roña parece brotarle poco a poco, en el pecho, y tras su estupendo bronceado le saluda con una reverencia. 

Un relato breve de Dani Rojo.
Ilustración de Carlos López Terán.

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